lunes, 3 de noviembre de 2008

LOS GOLEM TAMBIÉN LLORAN (11)



El coloso de piedra había despertado.

Si no hubiera tenido a aquella gárgola de basalto plantada delante de mí, moviéndose con la lentitud de un iceberg, no me lo habría creído, aunque me lo dijera el mismo Benjamín Franklin.

¿Estaba viva? ¿O era un autómata de otra puta galaxia creado por una inteligencia que había experimentado con los minerales como ninguna otra civilización? Alguien en algún sitio había domado la roca, como los humanos hemos domesticado el hierro. Aquel coloso del enorme mazo era la máquina más terrible jamás soñada. Su fuerza era atómica, podía derribar una montaña de un puñetazo.

Pero, ¿Cómo podía una piedra moverse? Creo que su dinámica era parecida a la de los volcanes. Su temperatura interior alcanzaba los 1000 grados centígrados y permanecía en un estado de continua fusión. Su interior debía de ser un magma en miniatura. Su cuerpo estaba cubierto por una corteza mineral que con la reanimación aparecía menos ahora menos invulnerable. La vida trajo calidez a la bestia de piedra. Ahora me explicaba cómo pudo un dinosaurio atacerle y dejar la marca de sus colmillos en su brazo antes de entrar en su letargo de piedra inerte.

La escultura era perfectamente autónoma. Andaba, interactuaba con el entorno, miraba, escuchaba… Si yo hubiera sido psicólogo diría que aquel monstruo sufría una especia de amnesia. Todo le parecía extraño y sin embargo no se mostraba violento o a la defensiva. En aquel momento me dí cuenta de que, simplemente, no tenía... prisa.

El ejército, bajo la mirada llena de sospecha del general Presente, se hizo con la situación. El laboratorio Subterráneo de Canfranc, construido bajo el macizo granítico del Pirineo, se convirtió en nuestra casa. Y sí, yo hice el papel de padrino de la criatura.

(Á suivre)

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